Como hemos recordado en estas páginas, el tercer gran momento de la historia moderna de nuestro país es al que identificamos como la revolución iniciada en 1910. Dicho movimiento se inició como una demanda de carácter político, en virtud de las enormes limitaciones que el régimen de Porfirio Díaz había impuesto a la vida democrática de los mexicanos.
Es ya una referencia clásica de sus antecedentes inmediatos, la entrevista de Díaz con el periodista norteamericano James Creelman para la revista Pearson´s, publicada en marzo de 1908, en la que Don Porfirio admite la madurez del país para ejercer a plenitud sus derechos político- electorales y anuncia su decisión de no contender a la cita democrática de 1910, al concluir el primer sexenio presidencial en México.
Sin embargo, es importante recordar que el porfiriato, al mantener la estructura económica del sistema latifundista y la reproducción de la explotación espiritual con que se sostenía un gobierno autoritario, era salvaguarda de una economía predominantemente agraria con incipiente desarrollo industrial.
Después de décadas de dictadura y a pesar de los destellos de modernidad, en los primeros años del siglo XX se dieron distintas manifestaciones de inconformidad de los obreros industriales, específicamente de los sectores minero y textil. En las huelgas de Cananea (1906) y Río Blanco (1907) se incubará el germen de las reivindicaciones obreras que irán nutriendo la semilla revolucionaria. Antes, en 1903, apareció en la fachada del periódico opositor de los hermanos Flores Magón, “El Hijo del Ahuizote” una lapidaria frase: LA CONSTITUCIÓN HA MUERTO…
Francisco I. Madero, un empresario del estado de Coahuila, cuya acaudalada familia era beneficiaria del régimen, asumió aquellas declaraciones de Díaz como sinceras y optó por participar en el proceso electoral, convencido de la necesidad de devolver a la ciudadanía un derecho fundamental, que se ejercía en los países civilizados. Su propósito se vio frustrado y enfrentó el despotismo y la represión de la dictadura de Díaz, lo que condujo a la elaboración del Plan de San Luis para convocar a un levantamiento armado en noviembre de 1910.
El objetivo era derrocar al dictador y ello sucedió en mayo de 1911, tras lo cual se celebraron nuevas elecciones, en donde ganó Madero abrumadoramente. El corto periodo en que gobernó Madero, quien no consideraba cambios a la estructura económica y social del país, fue muy relevante para la manifestación activa de muchas otras demandas políticas que iban más allá de la democracia electoral.
En primer lugar, la exigencia agraria encabezada por Emiliano Zapata, quien fustigó la tibieza de Madero; el llamado problema de los obreros también fue expresión de la variedad y profundidad del descontento social, que encumbró líderes como Francisco Villa y la fuerza desatada en contra de un régimen para buscar justicia social. Ellos representan la verdadera transformación del país, que no era otra cosa que la reivindicación de la Constitución de 1857, brutalmente suprimida en los hechos, y la incorporación de ciertos principios progresistas de carácter universal.
En breve, el movimiento constitucionalista liderado por Venustiano Carranza -la facción revolucionaria triunfante- recuperó íntegramente el texto de 1857 y le añadió un puñado de artículos que, a la postre, redefinirían el perfil de México en el siglo XX. De forma relevante, los artículos 3º., que reafirma el carácter laico, gratuito y obligatorio de la educación; el 27, que consagra la propiedad de las tierras y aguas para la nación; el 123, que reconoce por primera vez los derechos laborales y de asociación de los trabajadores, y el 130, que ratifica la separación de la iglesia y el estado y, junto con el Artículo 24, garantiza la libertad de cultos de los mexicanos.
La esencia de la justicia social, los derechos individuales y sociales expresados en el texto constitucional de 1917, justifican los atributos que definen a esta etapa como un movimiento democrático de profundas reivindicaciones sociales y de carácter nacionalista y antiimperialista.
La Revolución Mexicana, así, con mayúsculas, efectivamente representó un gran movimiento de transformación de la vida económica, política y social de nuestro país; un cambio para corregir el rumbo y no sólo regresar a los postulados constitucionales inspirados en el liberalismo económico y político, sino ponerse a la vanguardia de los procesos civilizatorios. Se le considera, con justicia, el primer movimiento revolucionario del siglo XX a nivel mundial, habida cuenta que la experiencia de Rusia en 1905 no resultó exitosa.
Por ello es considerada la primer revolución social del siglo XX, porque trastocó la estructura del régimen imperante y significó un salto en el sentido del progreso, con el reconocimiento de los derechos individuales y sociales, así como el desarrollo económico basado en la soberanía e independencia nacionales.
La tercera gran transformación del México moderno significó el reconocimiento de los derechos individuales y sociales, particularmente los derechos políticos de los ciudadanos, los derechos de asociación de los trabajadores, así como la reafirmación del régimen federal, con democracia directa y un estado laico, algo que hoy muchas naciones desarrolladas no han logrado establecer.
Para 1920, tras un cúmulo de luchas, guerra civil y con un texto constitucional renovado y de avanzada, México inició una nueva etapa de transformación profunda, que trastocó el régimen económico, político y social heredado del siglo XIX. Atrás quedaría la cauda de un millón de muertos y prácticamente una década de la vida nacional, para dar paso a una época de estabilidad, crecimiento y desarrollo.
México estaba en el mapa de las naciones más avanzadas y progresistas del mundo en la segunda década del siglo XX, y se consolidaría como ejemplo en los siguientes años, con la profundización del programa revolucionario de Lázaro Cárdenas, del que nos ocuparemos en notas posteriores.